jueves, 10 de noviembre de 2011

Elefante Blanco.


Su respiración entrecortada, difícil,  rompía con el inhóspito silencio invernal. Sus cabellos blindados de oro, aleteaban entre el umbral de una casi monocromática acuarela, animados por el incesante y frío ventarrón  que escupía sobre el rostro de un rezagado verano.

En sus ojos de dulce hiel, escurrían las estampas de un mundo etéreo, mares de sal  cayendo de sus fantasmales carrillos , que con suavidad se deslizaban por dentro de un inaudible aullido.

Su corazón decrecía cada vez más, perdía envergadura ante el corrupto volumen de sus pulmones. Su prójimo no se cansaba de alabarla, enaltecía su posición de noble en vísperas de una seductora alabanza. Admiraba su voluptuosa figura, su insípida sonrisa e inclusive su tortuoso espíritu de derroche; pero aún así  ofuscaba las realidades, viviendo eternamente en el descontento y sinsabores.

La suerte era su fortuna y su más grande humillación, el flemático carácter la indujo al peor vicio ensombrecido por la luz; entregarse al servicio del pontífice creador y olvidarse de su interina ilusión.  Por más que lo intentaba siempre estaban ellos, en la primicia de las hileras, obstruyendo su camino y, sin querer, ayudándolos a transitar primero.

Aquella tarde taciturna, con el helado fulgor de las estaciones tragándose su rostro y apesadumbrada sobre el decoro de un banco de perfecta oxidación; no resistía un minuto más tan inhumana máscara, la maldita posesión de las migajas de su alma. No quería volverse amuleto precioso, ser codiciada por los hombres únicamente por un poder, escandaloso milagro.

Elevó la mirada un instante, cuestionando a los espíritus ancestrales sobre su talentoso arte. Sin recibir respuesta alguna, olvidó su principal detalle y caminó sobre el destino como una singular cobarde. Buen calxán que abandona el verdadero carácter y sustituye su maquillaje por níveos ropajes. 


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