lunes, 5 de diciembre de 2011

El Payaso.

Por la planicie de azúcar caminamos y jamás logramos comprender como es que las pequeñas cosas funciona, pues es el pensamiento egocéntrico el que nos prohibe rescatar lo más bello y meramente humano.



Un Domingo soleado, el hombre más sabio de la soleada Villa convocó, como de costumbre, a toda la comunidad para que escuchase su reflexión de la semana. El sabio ya era reconocido por todos como el máximo hacedor de soluciones y difíciles disciplinas, por lo que sus palabras eran tratadas como ley.

La gente comenzaba a congregarse alrededor del anfiteatro, aquel que el mismo sabio había construido con el propósito de que los pobres de mente se regocijaran con sus erudiciones. Expectante, la multitud reunida observaba la canosa barba del sabio con imperante silencio, acción que consideraban como señal de respeto.

El sabio comenzó a expedir su discurso, hablando rápidamente sobre los deberes de la moral y la ética, hasta terminar construyendo extraños silogismos sobre la metafísica del ser. Su discurso era largo, cansado, sánscrito y dudoso; pero como nadie jamás se había atrevido a hablar en su contra (o pensar), la gente tomaba sus atolondrados empeños filosóficos como los únicos que podían ser, aunque ni siquiera los comprendieran muy bien.

Pero esa mañana, entre los asistentes se hallaba un joven extranjero, quien disfrutaba de pasear por el mundo con tal pasividad, que únicamente observaba el movimiento del mundo y a su infinita belleza desarrollarse ante sus ojos. Al joven, que escuchaba atentamente todo razonamiento del sabio, le pareció de muy mal gusto la forma vanidosa con que se desplegaba frente a sus acusmáticos pupilos. Trato de comentárselo a los individuos que lo rodeaban, pero la abstracción de aquellos era tal que únicamente consiguió miradas de disgusto.



Pero suspicaz como el sólo, no se rindió, en cambio sólo adoptó una estrategia diferente. Tomó unas cuantas hojas de cedro, que acomodó artísticamente sobre su rostro, sacó de su bolsillo un gran globo rosado y comenzó a inflarlo con imperiosa altivez. Sus ruidosos resoplidos llegaron a oídos de la gente, quienes poco a poco volteaban extrañados al descubrir tan bizarro espectáculo.

Ya inflado el globo, y con la atención de la gente puesta entre sus manos, lazó con gran fuerza el globo en el aire, mientras bailaba y cantaba alrededor del pequeño anfiteatro. Pesé a lo que cualquiera hubiese podido esperar; la gente comenzó a reír y animar al joven, quien continúo su actuación con mayor ahínco.

Pero no todos se encontraban tan contentos con su valerosa intromisión. El sabio comenzó a notar que todas las miradas se disipaban y perdió el hilo de sus reflexiones. Furibundo, corrió despotricando un sin fin de aberraciones verbales contra el joven, a las que él únicamente contesto con una rebosante sonrisa. El sabio confundido, le cuestionó sobre el porque de sus infantiles y vulgares actitudes.

El joven, sin dejar ni un segundo de sonreír, lazó el globo a los brazos del sabio. Éste, temeroso, corrió despavorido a refugiarse creyéndose atacado. El joven prosiguió con su compulsiva danza y tomó al sabio por un brazo, sugiriendo que bailase junto a  él. Al principio se mostró rejego, pero después de la quinta vuelta cayó en cuenta de lo maravilloso de los movimientos que emitía. Carcajeando, cayó al suelo y desconcertadamente feliz preguntó al joven -¿Pero Cómo?- a lo que este le respondió con la más amplia amabilidad - Hay que iluminar a la gente, no cegarla-.

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