Otra gota de calor en la garganta y el juego empieza.
El silencio es intocable en aquel pequeño salón de techumbre poco adornada. Al centro una iluminada estatua moderna que sostiene el elixir mágico, rompe la monotonía del blancuzco suelo. Varios jóvenes corre dando saltos alrededor de la efigie como adorándola. Una pareja adolescente tomada de la mano, de cuando en cuando, se dan besos por lo bajo mientras caen al suelo, presas del éxtasis acertado. Una muchachita se desprende de sus ropajes dejando entrever su formidable tetaje mientras otro grupo la alentaba a permanecer en la desnudez impúdica. Todos se movían, irradiaban una sensación de placidez indescriptible, una emoción totalmente onírica.
Un golpe seco en un muro, nadie hace caso. Otro golpe, la estatua tambalea. La chica del busto al aire se tira al suelo. El movimiento se detiene.
De pronto resuena el estrepitoso sonido del trueno, el piso se torna negruzco, la estatua gana antigüedad y ya no hay muros, sólo un llano valle desierto. No hay vegetación, no hay vida. Se escuchan las bombas caer, regresa el hedor a martillo combinado con sangre. Vociferan gritos de la nada y todos los muchacho corren, corren para alcanzar sus cáliz, beber ese alcohólico néctar que los aparte del sufrimiento que los aqueja.
Sumen sus labios en el tóxico líquido incoloro y pronto regresan a esa escueta reja, que los mantiene cautivos en su siesta.
NOTA: Que mal si no lo entendieron.
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